Astillero
Julio Hernández López
Astillero
Violencia desbordada al inicio del mes de las reformas. Una especie de advertencia sin capucha ante las otras protestas por venir. Mezcla de proporciones imprecisas: infiltrados y provocadores forzando la confrontación con los cuerpos de seguridad pública, jóvenes genuinamente hartos y desesperados que se suman a la violencia de desahogo, manifestantes pacíficos y experimentados que quedan en medio de la trifulca, una marcha histórica y simbólica que es desviada de su propósito original tanto por el secuestro del Zócalo capitalino (y la sordera del sistema ante la creciente protesta) como por el nuevo grado de confrontación pública aparecido ayer.
Los choques en el centro capitalino dan inmediato parque a favor de la mano dura en el conjunto mayoritario de medios de comunicación proclives al dictado oficial. El ambiente ha sido envenenado contra la disidencia y la movilización, y los sucesos de este 2 de octubre son inmediatamente convertidos en una presunta confirmación extrema de que las autoridades deben ya aplicar toda su capacidad represiva en el control de estos procesos aparentemente espontáneos. La exacerbación de ánimos llega a un punto culminante justamente en el tramo de calendario que corresponderá a la aprobación pactada de las reformas peñistas en materia electoral, energética y fiscal.
Los causantes de las confrontaciones son genéricamente identificados como anarquistas y forman un ente impreciso, con características globales y sin liderazgos plenamente identificados. A juicio de muchos de los participantes en manifestaciones públicas, en esas filas de embozados y encapuchados suele encajar el sistema a sus piezas de información y manipulación. A pesar de que el 1º de diciembre del año pasado, el día de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, ya tuvieron una aparición notable, hasta ahora siguen siendo una especie de enigma tolerado, una peculiar reserva de violencia programable.
Sin proyecto político de fondo ni reivindicaciones inmediatas, esos grupos conceden la escenografía caótica a las voces puntualmente demandantes de orden al costo que sea. Instaurando el vandalismo como emblema, agrediendo con impunidad a las fuerzas policiacas sometidas a la tajante orden de resistir los embates sin contestar (hasta que en ciertos momentos los mandos permiten ciertas detenciones que regularmente recaen en personas sin vinculación con esa violencia desmedida), esos grupos fácilmente infiltrables terminan haciendo daño a los procesos graduales de lucha política, como el de los profesores de la CNTE (que han trazado un riguroso deslinde de esos grupos y métodos) y con más razón a quienes aún sostienen la línea de la protesta invariablemente pacífica.
Pero lo sucedido ayer en céntricas calles capitalinas (prefigurado en anteriores manifestaciones) debe verse en un plano de mayor amplitud. Destapar el fantasma de la violencia política es uno de los ingredientes del enturbiamiento nacional que proviene de laboratorios oficiales. Basta ver los trucos de mala factura con los que se ha mantenido bajo secuestro la plaza emblemática de la protesta nacional, el Zócalo capitalino. Arrebatado bajo amago militar antes del Grito de Independencia, ahora se utiliza como centro de recepción de donaciones para damnificados, totalmente sustraido a la dinámica habitual de uso y disfrute públicos que han caracterizado a esa plaza de centralidad política e histórica.
Sin pausa han sido confiscados en meses recientes, desde la campaña presidencial de Peña Nieto y en el curso de su ejercicio de poder, diversos elementos constitutivos del armado cívico básico. Ayer mismo, a la salida del Metro Tlatelolco, policías capitalinos registraban mochilas de jóvenes sin más argumento que su uniforme y solicitaban identificaciones, convirtiendo las inmediaciones de la Plaza de las Tres Culturas en una muestra más de retroceso. Y en general se ha dado banderazo de salida a segmentos policiacos sin uniforme que amenazan, hostigan y desbordan.
La protesta cívica es colocada así en una disyuntiva incómoda. Este mes, en el que Peña Nieto desea que sean aprobadas sus principales reformas legislativas, será también el de la campaña mediática contra los "excesos" de las manifestaciones de protesta. El turno inmediato es el de la congregación masiva convocada por Andrés Manuel López Obrador y Morena. Hasta ahora, ese movimiento ha tenido a orgullo el hecho de que no se hubiera roto "ni un vidrio" durante sus actos públicos. Pero el tamaño del golpe peñista en camino, tanto en materia de energéticos como de impuestos, hace palidecer las estrategias recatadas y podría llevar a la toma de ciertas medidas de resistencia civil pacífica, justamente en medio del linchamiento mediático mayoritario a actos de violencia como el de ayer.
La crispación política ha producido incluso escenarios tan extraños como el llamado de Acción Nacional a un activismo que lleve a manifestaciones en las calles contra la reforma fiscal peñista. En la Cámara de Diputados y a nombre de su bancada, Fernando Rodríguez Doval pronunció palabras cuidadamente cercanas a lo desobediente: "Es el momento de que los no violentos salgamos a las calles de forma ordenada y pacífica para expresar nuestra inconformidad. No importa en qué localidad nos encontremos, estamos obligados a levantar la voz cuando las cosas se están haciendo mal". Los panistas enarbolan la bandera de la defensa de la clase media, particularmente en cuanto a la pretensión de cobro de IVA en colegiaturas (que goza de generalizada desaprobación, pareciendo más un engaño sembrado para luego "corregir" y demostrar que se escucha a la población) y, sobre todo, de esa imposición fiscal en operaciones inmobiliarias.
Y, mientras Miguel Ángel Mancera sigue cumpliendo fatigosamente con su parte en el trato que al final reportará a la ciudad de México una amarga reforma política, ¡hasta mañana!
Twitter: @julioastillero
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LA MEMORIA FLORECE. Durante la jornada de protesta de ayer, activistas se cubrieron la boca con mensajes alusivos a la masacre del 2 de octubre de 1968 Prometeo Lucero
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